Civilización del Islam

Vestimenta

Por: Ricardo H. S. Elía

Alguien preguntó a Ya’far as-Sadiq, de qué manera un hombre podía mostrar la Bendición divina, y respondió: «Llevando sus vestimentas limpias y perfumándose, blanqueando su casa, y quitando la suciedad de la misma. Pues, Dios ama el brillo de la luz antes de la salida del sol y así, El aleja la pobreza y aumenta los medios de subsistencia de la persona que se comporta de esta forma».

Dice el famoso sabio iraní, el Allamah al-Maylisí (1628-1699), compilador de la colección de hadices llamada Bihar al-Anuar (“Océanos de las luces”) y Al-Haqq Yaqin (“La verdad confirmada”): «...aún cuando el Islam ha aconsejado a sus adeptos abandonar el lujo y los ornamentos, orientándoles más bien hacia las virtudes, la espiritualidad y las bendiciones de la vida futura, les ha disuadido asimismo de llevar una vida monástica y abstenerse de las bendiciones de este mundo. El Sagrado Corán se opone explícitamente al pensamiento monástico y señala a este respecto: “¿Quién ha prohibido los adornos que Dios ha producido para Sus siervos y las cosas buenas de que os ha proveído?” (Sura 7, Aleya 32)”».

En cuanto a la moda y la utilidad de la vestimenta islámica, dejemos que opinen dos especialistas no musulmanes: «Entre el ascetismo y el hedonismo, el valor que ha primado en las concepciones islámicas, para todo lo relacionado con lo corporal -alimentación, adorno, vestido, sexualidad, goce- ha sido un equilibrio. No se trata de un híbrido ‘término medio’ sino de una sutil combinación que la imagen del baño propuesta por el sociólogo tunecino Abdelwahab Bouhdiba viene a aclarar: “No es el calor lo ardientemente deseado por la cultura arabo-musulmana. Es el equilibrio. Ni el exceso de frío ni el exceso de calor son deseables, sino más bien un cierto frescor fundido en un cierto calor. A eso llama el Corán, salam, esto es salud”... El decoro en la apariencia física, además es una obligación del musulmán, quien ha de cuidar su cuerpo y ropas, evitando por igual la ostentación de la riqueza y la de cualquier lacra, procurando mantener en todo momento la pulcritud de su aspecto, incluso en condiciones de pobreza» (Martínez Montávez y Ruíz Bravo-Villasante: Europa Islámica. O. cit., p. 154).

A propósito del equilibrio como preferencia de los musulmanes, dijo el Profeta Muhammad: «Escoge siempre el punto medio de las cosas, pues es el camino más seguro para llegar a la verdad».

El suizo Titus Burckhardt (1908-1984), también nos brinda una visión de los vestidos islámicos hace mil años: «Para hacerse una idea del aspecto que ofrecían las calles de al-Andalus. Conviene saber que el modo de vestir de los hombres y mujeres no se parecía al del norte de África sino al de Siria y Persia. Los hombres llevaban como prenda interior una especie de túnica de corte rectangular con mangas amplias. Los hombres se cubrían la cabeza con un turbante, o más frccuentemente con un gorro cónico o un casquete bordado. Existía además la costumbre de cubrirse en la calle, cabeza y hombros, con un paño fino... Las mujeres, que también llevaban vestido amplio con mangas, se velaban cuando abandonaban la casa» (T. Burckhardt: La civilización hispano-árabe, Alianza, Madrid, 1995, pp. 73-74).

El turbante

Entre los musulmanes el turbante está recomendado por varios hadices del Profeta del Islam. Uno de ellos dice: «Es aconsejable llevar un turbante». El turbante es un tocado consistente en una larga faja de tela cuya longitud puede variar de uno a diez metros. Es recomendable que los creyentes del Islam lleven la cabeza cubierta, especialmente durante la oración.

La indumentaria de las damas

El uso del hiyab o vestimenta femenina (según las regiones recibe distintos nombres, en Argelia, por ejemplo, se lo llama haik, chador en Irán y burqa’ en la India y Pakistán) siempre fue una práctica natural de las mujeres musulmanas desde los primeros tiempos del Islam . La misma fue dispuesta en distintos pasajes del Sagrado Corán: «¡Oh, Profeta!, di a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que cuando salgan se cubran con sus almalafas, esto es más conveniente para que se las distinga de las demás y no sean molestadas» (Sura 33, Aleya 59; cfr. Sura 24, Aleyas 30-31). Véase Murteza Mutahharí: Hiyab. Acerca de la vestimenta islámica, edit. Agregaduría Cultural, Embajada de la Rep. Islámica del Irán, Madrid, 1996.

La pensadora turca Nilüfer Göle, refiriéndose al velo de las mujeres musulmanas como símbolo del actual proceso de islamización que se desarrolla en nuestros tiempos desde Marruecos a Malasia, dice: «De forma paradójica, el Islam, a medida que se politiza, pone a la mujer en primer plano, y el velo negro, que simboliza un regreso a las tradiciones islámicas anteriores al modernismo, se convierte al tiempo en un símbolo de la participación activa de las mujeres en las manifestaciones políticas. El recrudecimiento de los movimientos islamistas significa, por una parte, la vuelta de la mujer a su estatus tradicional, pero por otra parte, el perfil de la mujer musulmana tradicional, resignada a su suerte, pasiva, dulce, obediente, salta en pedazos con las mujeres islamistas, que salen del mundo individual cerrado de la casa para integrarse en los movimientos colectivos de masas» (N: Göle: Musulmanas y modernas. Velo y civilización en Turquía, Talasa Ediciones, Madrid, 1996, pp. 99-100).

Observa Américo Castro que «...en la Argentina llaman tapado el abrigo de las mujeres, palabra que procede del “manto tapado”, mencionado por Tirso de Molina en El burlador de Sevilla (II, 101), y con el cual se cubrían aquéllas el rostro y la cabeza. Multitud de comedias del siglo XVII contienen situaciones en las cuales se ven andar las mujeres con la cara cubierta (Tirso, La celosa de sí misma; Calderón, El escondido y la tapada, etc.). Se permitió así a las cristianas seguir haciendo lo que se prohibía a las moriscas en el siglo XVI: “Pues querer que las mujeres anden descubiertas las caras, ¿qué es sino dar la ocasión a que los hombres vengan a pecar, viendo la hermosura de quien suelen aficionarse” —Luis de Mármol Carvajal, Historia de la rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada, Málaga, 1600—» (A. Castro: España en su historia. O. cit, pp. 84-85).

Véase Celia del Moral: Arabes, judías y cristianas, Ed. Universidad de Granada, Granada, 1993; Caridad Ruiz de Almodóvar: La mujer musulmana. Bibliografía I y II, 2 vols., Ed. Universidad de Granada, Granada, 1994; A. Bouhdiba y M. Ma’ruf: Les differents aspects de la culture islamique. L’individue et la société en Islam, UNESCO, París, 1994.

Los perfumes

Otra práctica que se remonta a la Sunna, o sea las tradiciones y costumbres del Profeta Muhammad es la elaboración y utilización de perfumes no alcohólicos. Una narración de Ya’far as-Sadiq dice que «vestirse bien reduce al enemigo y perfumarse el cuerpo atenúa la tensión mental y las preocupaciones».

«Los musulmanes de España, de cualquier condición social, usaban normalmente perfumes y ünguentos. Tanto hombres como mujeres sintieron predilección por las esencias a base de limón, de rosas y de violetas, y por el ámbar: ámbar gris, ámbar natural (anbar), desmenuzado o molido, y ámbar negro. El perfume de almizcle (misk) parece haberse impuesto en al-Andalus, como atestiguan varias poesías. Los aceites perfumados y las esencias de flores se conservaban en frascos de vidrio y cristales como hoy lo siguen haciendo los perfumistas y boticarios magrebíes. Ibn Hazm nos cuenta que las cordobesas de su tiempo pasaban largo tiempo mascando goma para perfumar su aliento» (Rachel Arié: Quelques remarques sur le costume des Musulmans d’Espagne au temps des Nasrides, tomo XII/3, Leiden, 1965, pp. 244-261). Toda la gama de perfumes y cuidados estéticos y de la salud ha quedado conservada en los tratados de alimentos, higiene y medicina de Avenzoar (1095-1161) e Ibn Wafid de Toledo (siglo XI). Véase E: García Sánchez: El Kitab al-agdiya de Avenzoar, Granada, 1983; Camilo Alvarez de Morales: “El libro de la almohada” de Ibn Wafid de Toledo (recetario médico árabe del siglo XI), Toledo, 1980.

La influencia islámica en la moda europea

Valga la pena señalar que las influencias directas en la vestimenta medieval y renacentista de los ropajes islámicos trajeron como consecuencia la versión del al-burnús o albornoz en el hábito franciscano que constituía de por sí un llamamiento a la sobriedad en una sociedad fascinada por las telas lujosas.

   El filósofo y teólogo alemán San Alberto Magno (1193-1280), monje dominico, vestía con ropas musulmanas y explicaba a Aristóteles en la Universidad de París sirviéndose de los comentarios de al-Farabí, Avicena y al-Gazalí.

Numerosos príncipes cristianos adoptaron las modas musulmanas, como el polímata Lorenzo Médici el Magnífico (1449-1492) —véase Fr. Babinger: Lorenzo il Magnifico e la Corte ottomana, Archivio Storico Italiano, Roma, 1963—, el favorito de Enrique IV de Castilla (1452-1474), Miguel Lucas de Iranzo, que cabalgaba «a la jineta, con aljuba morisca de seda de muchos colores» (cfr. Memorial histórico español, tomo VIII, p. 262, Madrid, 1853), o Ludovico Sforza (1452-1508), apodado “El Moro”.

El veneciano Gentile Bellini (1429-1507), pintor oficial de la República de Venecia (1474), vivió en Estambul (1479-80) y se convirtió en el favorito del sultán Muhammad II (1432-1481), llamado en turco Mehmet Fatih —«Muhammad el Victorioso»— de quien hizo un célebre retrato. Allí Bellini adoptó para siempre la moda otomana en el vestir. Una de sus pinturas, que muestra el conocimiento directo de la vida de una ciudad islámica del siglo XV, se conserva en el Museo del Louvre (cfr- Fr. Babinger: Maometto II il Conquistatore e l’Italia, revista Storia, vol. 63, Roma, 1951; Kristovoulos: History of Mehmed the Conqueror, Princeton, 1964).

El pintor Bernardino Betto di Biagio, conocido como “Pinturicchio” (Perugia 1454-Siena, 1513), entre los años 1491 y 1494, y por encargo del pontífice de origen español Alejandro VI (Rodrigo Borja o Borgia 1431-1503), decora seis salas de los Apartamentos Borgia del Vaticano donde destacan la suntuosa vestimenta islámica de los personajes.

El famoso duque René d’Anjou (1409-1480), autor de numerosos poemas y romances, llamado «el último de los trovadores», fue el principal devoto de la moda musulmana. Tenía 21 pares de zapatos turcos en su ropero y a menudo vestía una “túnica de sarraceno”. También tenía a su servicio a un paje musulmán (cfr. Libro Guiness de los récords 1492, Jordan, 1992, p. 139).

El pintor, escultor, arquitecto y poeta italiano Michelangelo Buonarroti (1475-1564) usaba turbantes de clásico estilo musulmán semejantes al que figura en su retrato representado por el artista Giuliano Bugiardini (1475-1554).

El pintor pastelista, dibujante y grabador suizo Jean Etienne Liotard (1702-1789), adopta para su uso cotidiano ropas musulmanas luego de sus viajes a Atenas y Estambul (1738-1743). Entre sus obras figura aquella que muestra a la princesa María Adelaida de Francia vestida a la turca, que se conserva en la Galería de los Ufizzi de Florencia. Es célebre su «Autorretrato» que lo muestra luciendo una espesa barba y atavíos otomanos.

Igualmente, numerosos artistas, viajeros, militares y orientalistas europeos a partir del XVIII hasta nuestros días han gustado mostrarse con galas islámicas, como los pintores-viajeros Eugène Delacroix (1798-1863) y John Frederick Lewis (1805-1876), Sir Richard Francis Burton (1821-1890), Pierre Loti (1850-1923), y Thomas Edward Lawrence (1888-1935), el famoso «Lawrence de Arabia», y su biógrafo, el periodista Lowell Jackson Thomas (1892-1981). En esta larga lista, figura también el no menos legendario Sir John Bagot Glubb (1897-1986), llamado Glubb Pashá, creador de la Legión Arabe (1939) y autor del libro Soldier with the Arabs (Londres, 1958); véase Trevor Royle: Glubb Pasha. The Life and Times of Sir John Bagot Glubb, Commander of the Arab Legion, Abacus, Londres, 1993.

El rey Ludwig II de Baviera (1845-1886), mecenas del compositor Richard Wagner, se alucinaba con la lectura de ciertos poemas del «Diván occidental y oriental de Goethe», con los «Cuentos de la Alhambra» de Irving, los esplendores de Estambul y de la India mogol y los fastos de la corte de Isfahán. Por eso mandó a construir un kiosco morisco en los jardines de su castillo de Linderhof, donde recibía a sus invitados vistiendo ropas musulmanas y sus sirvientes con atuendo similares servían un exquisito café mokka. Por eso se lo llegó a llamar «el califa Ludwig» (cfr. Greg King: El Rey Loco. Luis II de Baviera, Javier Vergara, Buenos Aires, 1997). En su pabellón de caza de Schachen, en las montañas de Wetterstein, a 1.866 metros de altura (sólo accesible a pie, inclusive hoy día), tenía numerosos objetos y adornos otomanos (cfr. Ludwig Merkle: Ludwig II and his Dream Castles. The Fantasy World of a Storybook King, Bruckmann, Munich, 1996, pp. 88-91). En uno de los cuartos, la «Sala Morisca», hizo instalar una fuente dorada con un surtidor para escuchar el ruido del agua, evocando una Alhambra o un Topkapi que nunca vio y sólo conoció a través de las páginas de los libros: «Aquí, a dos mil metros de altura, Luis, disfrazado de Harún ar-Rashid, vive la ilusión de sus propias «Mil y una noches» mientras afuera se desencadena una tempestad de nieve» (Pierre Combescot: Luis II de Baviera, FCE, México, 1989, p. 199).

Es novedosa también la historia del famoso novelista estadounidense John Roderigo Dos Passos (1896-1970), quien durante una apasionante odisea por Turquía, Georgia, Armenia, Irán, Irak, Siria y Líbano (diciembre de 1921, enero de 1922), se enfundó en ropas beduinas y ostentó una hirsuta barba (Véase el artículo de Robert W. Lebling, Jr. y Norman MacDonald: John Dos Passos in the Desert, en la revista ARAMCO WORLD, julio-agosto 1997, pp. 2-11).

Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM; Edición Elhame Shargh

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